martes, 3 de julio de 2012

La princesa que no quería ser princesa.



Hace mucho, mucho tiempo, vivían un rey y una reina en un precioso palacio a las afueras de la ciudad de Londres. Eran los reyes más felices del lugar, y estaban muy enamorados, por lo que un buen día decidieron tener un bebé.

Al cabo de nueve meses, llegó a palacio el día tan esperado por todos, y nació una niña con cabellos de oro y ojos brillantes como la luz de la luna, casi tan bellos como los de su madre. Sin embargo, ese día, por desgracia, los ojos de su madre dejaron de brillar, ya que murió dando a luz a su bella hija.

Y así fueron pasando los años, la princesa se convirtió en la niña más bella del reino y pasaba todo el día soñando entre libros y fantasías que, por desgracia, no encontraba a su alrededor. Conforme fue creciendo, la princesa fue descubriendo todo lo que conllevaba ser la hija del rey, y cuanto más tiempo pasaba, menos la gustaba aquella responsabilidad que le había tocado sin ella poder elegirlo. La princesa no quería tener que casarse con quien le impusieran una vez llegada la edad. La princesa soñaba con vivir mil aventuras, ella sola, recorrer el mundo de una punta a otra sin necesidad de dar explicaciones a nadie. Por lo que, al cumplir la mayoría de edad, y llegar el momento que tanto temía, decidió que debía pensar algo antes de ser condenada a una vida con la que nunca había soñado. Y sin duda alguna, pensó que no le quedaba otra opción más que huir fuera de palacio.

Sin embargo, antes de su huída, la princesa tenía un deseo que siempre había querido que se hiciera realidad. Una noche, soñó con cuatro de los trajes más extraños que podrían existir en el mundo, pero se enamoró tanto de ellos que comenzó a vivir con la esperanza de poder conseguirlos algún día. Así que, debido a la celebración de su mayoría de edad, decidió pedirle su gran deseo a su padre. Le pidió, que por favor, se las arreglara para conseguir un vestido tan dorado como el sol, otro vestido tan plateado como la luna, y un último tan brillante como las estrellas. Pero la cosa no acababa ahí. Para finalizar su deseo, la princesa soñaba con tener un abrigo hecho por cada una de las pieles de todos los animales del reino. Su pobre padre, al principio intentó negarse ante tal desbaratada idea, pero la adoración que tenía por su niña era tal, que en inmediatamente puso en marcha a los mejores tejedores del lugar y a los mejores cazadores del reino, para que el deseo de su pequeña fuera cumplido lo antes posible.

Pasaron dos largos años hasta que, al fin, una preciosa mañana de sábado, nuestra protagonista se encontró en su habitación con los trajes más maravillosos que había visto en su vida, superando incluso la belleza que poseían en su sueño. Sin embargo, la alegría de haber visto su sueño cumplido se mezcló con la pena que la invadió en ese momento, ya que sabía que la hora de su marcha había llegado, teniendo que dejar atrás a su pobre padre. Pero la princesa seguía teniendo claro que ella no había nacido para ese mundo, por lo que decidió no pensarlo más y prepararse para su largo viaje.

Metió en un zurrón los tres vestidos, su libro preferido, algo para comer, y tres objetos que le harían estar siempre un poco más cerca de casa, tres pertenencias de su madre a la que nunca pudo llegar a conocer: su anillo de bodas, un pequeño colgante con forma de rueca y una medallita de la virgen. Se puso el abrigo de pieles para no ser descubierta, y junto a la primera estrella de la noche, la princesa dijo adiós al lugar que le había visto crecer.

Y así fue como comenzó la aventura de nuestra princesa. Se hizo a las andadas, sola junto a su zurrón y sus sueños. Pero, desgraciadamente, no todo fue tan fácil como había imaginado durante años.
A los pocos días, se dio cuenta que si no encontraba pronto un lugar donde poder conseguir comida y algo de recursos, no aguantaría mucho más.

Al quinto día de su recorrido, el sol ya estaba poniéndose en el horizonte, la princesa caminaba pacientemente por la orilla de un rio, hasta que, de repente, escucho el rumor lejano de unos agitados pasos de caballo. Rápidamente, buscó un lugar donde poder esconderse, se manchó la cara de barro para no poder ser reconocida y, junto a su abrigo de toda clase de pieles, se quedó todo lo quieta que pudo en el recoveco de un gran árbol.

Pero, para desgracia de la princesa, aquellos caballos pertenecían a un grupo de cazadores, y al olfato de sus perros no se les pasó por alto aquel abrigo hecho de las pieles de todos los animales del reino. Al descubrir a la princesa, ésta intentó zafarse, ya que imaginaba que eran cazadores de su palacio; sin embargo, al rato pudo comprobar que, para su suerte, no era así.

Después de una larga caminata, nuestra protagonista descubrió que no se encontraba en su palacio. Aquel era un castillo mucho más grande que su antiguo hogar, y una mezcla de estupor y pánico ante lo desconocido la sobrevino de arriba abajo. Pero pronto descubriría que no había de que temer.
En aquel palacio, vivía un rey con su hijo el cual, al cumplir la mayoría de edad, se encontraba buscando esposa, ya que él sí deseaba la vida que le había tocado en suerte.

Pero volvamos con nuestra revele princesa. Al llegar al castillo, la asignaron un pequeño cuchitril como habitación y un puesto de ayudante en la cocina de palacio. Aquello no era con lo que había soñado, pero si quería vivir aventuras, esa no podía ser menos.

Fueron pasando los días, y la princesa apenas salía de la cocina, hasta que, una noche, anunciaron en palacio que se celebrarían tres bailes a los que asistirían todas las doncellas del reino, con el fin de que el príncipe al fin encontrara a su futura esposa. La princesa, asombrada ante la idea, pensó que sería su oportunidad para salir de aquella cocina, así que pidió permiso al cocinero para  que la dejara asistir a los bailes. Éste, sorprendentemente se lo concedió, pero con una condición, que estuviera a tiempo para hacer el caldo que todas las noches el príncipe tomaba antes de dormir.

Así pues, llegada la hora del baile, la princesa sacó uno de sus bellos trajes, eligiendo para la ocasión el vestido tan dorado como el sol. Se puso como colgante la virgen de su madre, cepilló su largo cabello y se dispuso a entra en el baile. Y, como era de esperar, nada más asomar sus brillantes ojos como diamantes, todo el mundo quedó asombrado ante la belleza inigualable de la princesa. Al reparar en ella, el príncipe no dudó en concederla el primer baile, y nada más tomar la mano de la princesa, todo el alrededor desapareció para ambos, ya que no solo al príncipe le nacieron mariposas en el estómago en ese momento.
Pero nuestra protagonista no podía quedarse mucho tiempo, así que, terminado el baile, se apresuro a su habitación, se puso de nuevo su atuendo, se tiznó la cara y bajó a prisa a la cocina para prepararle el caldo de buenas noches al príncipe. Sin embargo, la princesa no advirtió que de su colgante se había desprendido la pequeña figura de la virgen, cayendo, casualmente, en el cuenco de sopa. Por lo que, cuando el príncipe se terminó el caldo y halló la figura, bajó corriendo a cocina para preguntar al cocinero, respondiendo éste que no sabía cómo había podido ocurrir, aunque nuestra princesa sí se dio cuenta, y en ese momento la sobrevino una idea a la cabeza.

Al día siguiente, el ritual del baile se repitió. La princesa se apresuró a ponerse, esta vez, el vestido tan plateado como la luna, se peinó sus cabellos, y cogió premeditadamente el colgante con forma de rueca, con la intención de introducirlo más tarde en el caldo del príncipe. Así que, de nuevo, el príncipe y la desconocida princesa bailaron al son de sus corazones, disfrutando del momento más incluso que la noche anterior. Al finalizar el baile, de nuevo la princesa se apresuró a la cocina, ya con su viejo abrigo, a preparar el caldo del príncipe con el pequeño condimento del objeto. Sin embargo, ésta vez el príncipe le pidió a la extraña dama que esperara mientras se tomaba el caldo, advirtiendo, de nuevo, en el extraño ingrediente con forma de rueca que había en su tazón. El príncipe le preguntó a nuestra protagonista si sabía a quién pertenecía el objeto, y esta negó conocer el paradero.  

Y, al fin, llegó la noche del último baile. Aquella noche, pensó la princesa, debía ser la más especial, no solo de los tres días, sino de toda su vida. Por lo tanto, se puso esta vez el vestido más mágico de todos, aquel que brillaba tanto como todas las estrellas del firmamento, y se colgó en el cuello el objeto con más valor: el anillo de bodas de su madre. Cuando acabó, se dispuso a entrar al gran salón, y esta vez no hizo falta tomar la mano del príncipe para que todo su mundo desapareciera, ya que con la primera mirada entra ambos todo su alrededor se esfumó en un instante. Aquella noche bailaron hasta muy tarde, disfrutando el uno de la presencia del otro, grabando sus miradas y sus pasos. Pero la noche no era eterna, y la princesa, al igual que siempre, debía apresurarse a la cocina para preparar el caldo del príncipe. Sin embargo, por la falta de tiempo, no pudo ni recogerse el pelo ni quitarse el vestido, así que, simplemente, se puso su abrigo de toda clase de pieles, se tiznó ligeramente la cara y bajo rápidamente a cocina. Una vez preparado el caldo, depositó en el fondo el anillo de bodas de su madre, y al igual que siempre, subió a los aposentos del príncipe.  Como la noche anterior, éste le pidió a la princesa que se quedara, pero esta vez no apartó la mirada de sus ojos en todo el rato. La princesa comenzó a impacientarse, y al fin el príncipe encontró en el fondo del cuenco el brillante anillo. Y, con voz calmada, le dijo:

-         -  Perdóneme, dama, pero ¿Hoy tampoco sabrá a quién pertenece este bello anillo, verdad?

-          - No – dijo, ruborizada, la princesa.

-          - Pues permítame decirle que es exactamente igual al que llevaba esta noche mientras bailábamos al son de la    música, bella mía.

Lentamente, se levantó de la cama, se acercó a la princesa, y quitándole la capucha suavemente, depositó en sus labios aquel beso con el que había soñado desde la primera vez que la vio por primera vez.

-          - Vos princesa-continuó el príncipe mirándola fijamente- me habéis hecho el hombre más feliz desde que os vi aparecer aquella noche, por lo que, si sois tan amables, ¿Aceptaríais casaros conmigo y vivir el resto de vuestra vida a mi lado?

-        -   Me encantaría ser feliz a vuestro lado, mi dulce príncipe.

Por lo tanto, nuestra princesa comprobó que, por mucho que quisiera huir de su destino, el inesperado amor la abrió un camino con el que no había soñado, pero el cual se había convertido en su sueño desde ese mismo momento.

Y así fue como el príncipe y la princesa que no quería ser princesa, comenzaron a ser felices para siempre. 

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